La compasión en la infancia

Crecer implica fallar.

Cuando pensamos en la infancia y en sus modos de cuidado, casi están preestablecidos los parámetros sobre cómo deberían ser. Los bebés, lactantes e infantes requieren mucha atención, pues, como se sabe, son completamente dependientes de sus cuidadores. Prácticamente, no pueden hacer nada por sí mismos. Esta característica nos diferencia del resto de las especies. Según se entiende, en otras especies —a diferencia de la humana—, las crías pueden caminar por sí solas poco después de nacer. Su posición en el mundo no es tan dependiente como la de los seres humanos. En cierto sentido, podría decirse que esto se debe al contexto en el que se desenvuelven. Por ejemplo, una cebra que tuviera que esperar hasta los 11 meses para dar sus primeros pasos sería prácticamente una presa fácil en la cadena alimenticia.

Entonces, ¿por qué los humanos no caminamos al nacer? Según la Revista Internacional de Otorrinolaringología Pediátrica, los humanos nacen 12 meses antes de lo previsto: la gestación debería durar 21 meses. Evolucionamos para convertirnos en la especie dominante, pero nuestro gran cerebro, bipedismo y la estrechez de la pelvis femenina nos obligaron a «nacer antes de tiempo», con todas las desventajas que eso implica. Esto confirma una clara dependencia desde el nacimiento, lo que hace que los cuidados por parte de otros sean esenciales.

Si dejamos de lado el amor y la responsabilidad como motivos para cuidar a un recién nacido, ¿qué otra razón podría existir? Podría pensarse en la empatía: el imaginarse en la posición de alguien indefenso motiva a asumir su cuidado. Sin embargo, hay una virtud que parece superar a la empatía cuando se trata de responsabilizarse por otro: la compasión. Esta virtud tiene un carácter performativo, es decir, conduce a la acción.

¿A qué me refiero? La empatía implica ponerse en el lugar del otro mediante la escucha, la reflexión o el acompañamiento, pero no necesariamente implica movimiento. En cambio, la compasión sí conlleva acción: busca resolver el problema del otro, no solo escuchar, sino ofrecer soluciones y aliviar su sufrimiento.

A primera vista, no parece haber nada negativo en la compasión. Sin embargo, el filósofo Friedrich Nietzsche critica esta virtud, argumentando que es menos altruista de lo que parece. Inspirado en La Rochefoucauld, plantea que la compasión puede ser un egoísmo encubierto.

Aquí hay que detenerse. Nietzsche asocia el egoísmo con la idea de que el otro no obtiene el valor de una experiencia que podría ayudarle a crecer. Propongo que puede existir dos tipos de compasión egoísta:

1. Compasión intencionalmente egoísta: Se usa como herramienta para evitar que el otro atraviese una experiencia dolorosa pero enriquecedora, bajo el argumento de que «sufrirá en el intento». Aquí, la compasión sirve a fines competitivos.

2. Compasión inintencionalmente egoísta: Aunque parece motivada por proteger al otro del sufrimiento, en realidad busca evitar el propio malestar. Si el ser amado sufre, uno sufre también; por lo tanto, se impide su dolor para no experimentar angustia, temor o desesperación.

Esta segunda forma es más sutil y culpabilizante, pues niega al otro la oportunidad de un sufrimiento que podría ser formativo.

Desde la perspectiva de las infancias, vale preguntarse: ¿realmente se les da a los niños el espacio para crecer? Crecer implica fallar. Los niños tienen una plasticidad cerebral asombrosa; aprenden rápido mediante la experiencia, la imitación y el error. Sin embargo, este proceso a menudo se interrumpe por excesos de cuidado, justificados bajo discursos de protección («son frágiles, no miden el peligro»). Detrás de esto, a veces hay lógicas de control, narcisismo o poder. Un niño curioso genera más inconvenientes (personales y sociales) que uno sumiso.

La compasión, entonces, puede ser una forma de egoísmo encubierto y una falta de responsabilidad hacia la subjetividad del infante. Si bien Nietzsche enfatiza que anula el aprendizaje por una falta de contacto con el sufrimiento (más relevante en adultos); en la infancia el enfoque debe ser distinto. Los niños no tienen la madurez para procesar el dolor solos, pero tampoco se les debe privar de toda experiencia difícil.

¿Cuál es la alternativa? La observación compasiva: no dominar, sino acompañar. No evitar el sufrimiento del niño, sino atravesarlo juntos, manteniendo una distancia prudente que le permita experimentar sin abandonarlo. Este método requiere más que solo mirar: exige atención, presencia activa y organización en la crianza. Genera confianza en el niño: puede sentir miedo al subir a un árbol, pero también seguridad, porque sabe que su cuidador está ahí, observando y acompañando.

Kreuzer, H., & Hunt, P. (2004). The role of auditory feedback in vocal learning and maintenanceHearing Research, *190*(1-2), 212-216. https://doi.org/10.1016/j.heares.2004.01.009

Nietzsche, F. (1887). Sobre la genealogía de la moral. (Trad. M. Bolson Ruzzarin, 2021). Mindshop.

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